Crónicas

(Textos sobre viajes y eventos.)

«No se viaja para ir a ninguna parte, sino para ir.» Robert Louis Stevenson.


Nadar con tiburones

(Publicado en Crónicas el 1 de noviembre, 2009)

(Veracruz es el puerto más importante de México, ciudad que en 1519 Hernán Cortés bautizó como la Villa Rica de la Vera Cruz y donde sobreviven el Centro Histórico y sus edificios coloniales impregnados de relatos fantásticos, con hoteles que se extienden por la costa hacia Boca del Río y todo el Golfo. Cerca del inicio de la costanera se ubica la Plaza Acuario de Veracruz, inaugurada en 1992 y quizás la más importante de todo México, de merecido reconocimiento a nivel internacional por su infraestructura de nueve salas puestas al servicio del público curioso del mundo marino. Ahí, el Tiburonario es una de las exhibiciones más asombrosas. Ésta es la historia de cómo un nicaragüense se sumergió con los tiburones y conoció a Tales de Mileto. Crónica de Ulises Juárez Polanco. Fotos de Ulises Juárez Polanco y Alan Castro.)

Nadar con tiburones, una crónica

Decidí sumergirme con los tiburones por el calor. Sí, el calor. Los forasteros que no han pisado Veracruz desconocen que la temperatura de la ciudad convierte a las casas en ollas de presión y prohíbe caminar por las calles, especialmente de dos a cuatro de la tarde cuando el sol está certero sobre nuestras cabezas y los inocentes se derriten caminando por la Calle Independencia o cruzando el Zocalito, la plaza principal. ¿Cómo no preferir entonces la frescura acuática del Tiburonario de Veracruz, aún si adentro tiene tiburones?

Portada magazinePublicado originalmente en magazine, revista de La Prensa el domingo 01-NOV-2009. Para descargar la versión impresa en PDF clic aquí.

El proceso para la inmersión en el Tiburonario es relativamente sencillo. Se solicita previamente en taquilla y antes de entregar una donación se pasa por un chequeo médico básico, que incluye medir la temperatura humana, curiosamente para evitar que el aventurero contagie a los dientudos de alguna gripe. “Hay que cuidarlos”, me dice el encargado con una sonrisa que no deja de resultarme irónica.

A continuación me lleva por un laberinto de oficinas y niveles para llegar a la parte superior del estanque, al que sólo tienen acceso los trabajadores del Acuario. Visto desde aquí el Tiburonario no es en nada diferente a una gran piscina redonda, salvo un detalle: tres aletas grises aran el agua en busca de algo que no encuentran.

– ¿Esos son todos?
– No, apenas una parte.
– ¿Y ya comieron?
– Todavía no, usted viene en buen momento. Adoran la carne humana.

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Luego de la broma me explica que el Tiburonario tiene un volumen de 912,000 litros de agua salada y que en él viven aproximadamente unas dos docenas de tiburones de tres especies diferentes, aunque actualmente destacan dos: los aleta de cartón o tiburones gris (carcharhinus plumbeus) y los tiburones tigre o tintoreras (galeocerdo cuvier). El primero es un depredador extremadamente ágil que llega a crecer hasta dos metros y medio; mientras el “tigre” –llamado así por las rayas oscuras transversales en su dorso y costado- es un corpulento submarino nuclear reconocido como una de las especies de tiburón más peligrosas, que puede llegar a medir ocho metros y pesar mil quinientos kilos, me explica el guía, para reconfortarme con que en el Tiburonario sólo hay dos y apenas miden unos tres metros. El espectáculo depende mucho de la suerte: no todos los tiburones están en exhibición y cada cierto tiempo algunos son liberados a mar abierto, así algunas veces hay más individuos y variedad que en otras. Por ejemplo, en esta oportunidad no hay tiburones gata (ginglymostoma cirratum), tiburones aleta prieta (carcharhinus limbatus) ni tiburones toro o chato (carcharhinus leucas). Sí acompañan a los tiburones especies de otros peces más pequeños que conviven con ellos y no son devorados porque los grandes se mantienen bien alimentados. “Aunque por momentos sí los comen por error, cuando las especies pequeñas nadan cerca de donde está la comida de los tiburones”.

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Es cierto, cualquier experiencia que involucre estar a pocos centímetros de tiburones puede describirse, en principio, como aterradora. Nadar con ellos es una actividad poco usual en nuestras rutinas, al menos en la mía. Pero la inmersión garantiza un momento inolvidable y seguro, a través de una caja de acrílico que inicialmente se encuentra en un área de cuarentena donde no pueden entrar los tiburones. Sus dimensiones son de un metro de largo y ancho por dos y medio de altura, suficiente espacio para cuatro adultos. Tiene pequeños huecos circulares en tres paredes y la frontal tiene además tres aperturas más grandes en forma rectangular, por donde se saca una vara de acrílico con la comida.

Entramos y el guía me pregunta si sufro del corazón, negativo, le respondo; ¿y de alguna fobia?, nada que no se pueda controlar, contesto veloz, pero después recapacito que nunca antes he nadado con dientudos. Da igual, ya estamos dentro de la caja. A ella se entra con traje de neopreno y visores, sin necesidad de tanque de oxígeno: por la misma diferencia de presión con respecto a la piscina, el agua entrará pero no llenará la caja de seguridad, al menos no antes de los quince minutos que dura la aventura. Uno puede sumergirse dentro del agua en la misma caja aguantando la respiración y al hacerlo se queda apenas separado de los tiburones por la pared de acrílico de unos cuantos centímetros de grosor.

La caja es puesta dentro del Tiburonario por una pequeña grúa, de frente a la pared del túnel submarino donde los visitantes pueden observar a los tiburones y a los aventureros. La adrenalina inicia: desde que la caja comienza a descender los tiburones se acercan a ella. “Lo que pasa es que asocian la caja con comida. Ya verás cuando saquemos los pescados”, señala el instructor, refiriéndose a los trozos de pescado fresco que traemos con nosotros para darles como aperitivo. Para hacer más interesante el paseo, golpea suavemente las paredes de la caja, lo que atrae aún más a los dientudos.

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La vista es maravillosa y más aún al tomar conciencia que muchas especies de tiburón están en peligro de extinción. Los tiburones rodean la caja y buscan cómo entrar. “Ya están oliendo el pescado”, me comenta mi guía, y le pregunto si a nosotros también. “Pues claro, a nosotros nos olieron de primero, pero sólo los tiburones tigre nos comerían, los aleta de cartón no”. Muy esperanzador. En este Acuario la dieta de los tiburones tigre incluye pescados, aletas de calamar gigante, carne de res y pollo. A la carne se le agrega vitaminas caninas equilibrium de acuerdo a las dimensiones de cada ejemplar. Por su parte, los aleta de cartón prefieren pescados y mariscos, especialmente morenas, calamar y pulpo. Ocasionalmente cazan cardumen o carcarínidos de menor tamaño. “Hoy podrían desear carne de humano”, insiste el guía, y sonrío. Por las rendijas rectangulares de la caja de seguridad entran los hocicos de los tiburones menos grandes, y resulta fantástico observar tan de cerca a estos animales que por años han representando el temor del mar abierto. Por precaución me instruyen retirarme un poco más de la pared de acrílico, ya que estoy muy cerca. Bajo el agua, observo atónito la anatomía de estos animales, perfeccionada a través de millones de años.

Los aleta de cartón patrullan la profundidad del estanque desplegando esa confianza extrema en sí mismos, pero el tiburón tigre es el rey del acuario. Estoy en una cadena alimenticia curiosa: los aleta de cartón suelen nadar en aguas poco profundas (de ahí su nombre en inglés, sandbar shark) y por eso se dan los ataques a humanos, pero su predador natural es el tiburón tigre, que también puede devorar humanos. En este momento convivimos los tres en relativa paz, para mi tranquilidad.

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Lo siguiente es insertar las piezas de pescado que tenemos con nosotros y sacarlas con ayuda de la vara de acrílico y darles de comer. Para ello debemos sumergirnos cuidadosamente frente a las aperturas y extender con nuestro brazo la vara, sosteniéndola en posición diagonal. Cuando hago esto la primera vez los tiburones tardan en identificar la comida y persisten en querer entrar a la caja, hasta que uno de ellos abre la boca y atrapa el pescado. Cualquier dentista estaría maravillado de tener un paciente con dientes tan disparejos y desordenados. La vara vibra con fuerza y así mi brazo. La segunda vez que extiendo la vara los tiburones están alerta y uno toma el alimento velozmente, girando con delicadeza en forma vertical, esta vez como un épaulement de ballet. Antes de tomar aire y sumergirme por tercera vez siento cómo los tiburones quieren entrar en la caja y la mueven al chocar con ella. “Siguen con hambre”, interviene mi guía. Detrás de todos los tiburones que chocan con la caja observo cómo un tiburón tigre merodea sin terminar de acercarse. El último trozo de pescado desaparece de la vara tan rápido que no descubro quién lo tragó. Los dientudos insisten en procurar el ingreso a la caja de seguridad, metiendo sus hocicos en las aperturas y moviendo la caja de un lado para el otro. Ya no tenemos pescado pero los dientudos no lo saben, o lo saben muy bien y ahora somos nosotros a quienes desean. Pasados un par de minutos, los tiburones aleta de cartón se disipan y dejan de prestarle atención a la caja.

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Cuando ellos se apartan, lo descubro a él, al tiburón tigre que sigilosamente se encuentra a un par de metros de distancia. El instructor me explica porqué sus mandíbulas son tan certeras: desarrollan tanta presión que pueden romper fácilmente los caparazones de las grandes tortugas marinas. Tomo aire y vuelvo a sumergirme, y entonces sucede. El tiburón tigre nada, se detiene frente al vidrio y me observa quieto como estatua submarina. Tiene perfil de filósofo griego. “Te llamarás Tales de Mileto y sabrás que todo es agua”, le hago saber mentalmente. Su cuerpo es extraordinario, fornido, rayado, arquitectónicamente perfecto, con una boca enorme incrustada en su cabeza plana y rectanguloide. Sus ojos, ojos grandes, brillosos y circulares, miran fijo hacia la caja, su interés puesto en mí y, observándonos a los ojos directamente, una mirada de niño inocente aparece en su rostro tiburonesco, que me embruja y obliga a pensar qué quiere transmitirme con el candor de su mirada. Segundos de paz entre un humano y un tiburón, hasta que golpea vibroso la caja y luego se aleja nadando, con una sonrisa maliciosa en su boca, apuesto yo, renegando el bautizo que segundos atrás le hiciera. Así son los tiburones: hermosos, impetuosos y contradictorios en sí mismos, como las calandrinas, flores del mismo modo admirables que nacen en lo hosco del desierto chileno.

Recuerdo y entiendo porqué cuando los Progenitores, nuestros dioses prehispánicos, hicieron del agua en reposo y del mar apacible –solo y tranquilo- la morada de los hermanos tiburones, coincidieron en poner al hombre aparte de ellos, sobre tierra firme, seguro. Mi aventura termina, el guía me hace señales que es tiempo de salir y la mano mecánica empieza a sacar la caja de acrílico del área común hacia la de cuarentena. Allí, nuevamente observo las aletas de los tiburones surcando la superficie como banderas de guerra, banderas-aleta que no son de paz ni de rendición. Bajo el agua y donde no lo veo, Tales de Mileto nada pacíficamente con la tranquilidad de un niño tierno. Sabe que por hoy los humanos nos hemos ido y que todos los confines del Tiburonario le pertenecen.

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Ulises Juárez Polanco es escritor nicaragüense, beneficiario del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica en México 2009 coordinado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo.

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