Mi encuentro con Mario Benedetti
Con la muerte de Mario Benedetti se ha dicho y escrito tanto y sin embargo es poco; el dolor es inmenso y el mundo demasiado pequeño para contenerlo. Cuando ingresó al hospital hace unos días, Pilar, la mujer de Saramago, propuso que todos los que quisieran a Mario leyeran sus poemas para que llegaran hasta él como una orquesta protectora, acunándole el sueño y haciéndolo sonreír al despertar. Los lectores no se limitaron a leer sus poemas, también los publicaron masivamente en internet, cadenas y cadenas con fragmentos o poemas completos inundaron todos los rincones, ahuyentando a la muerte y logrando que Mario saliera del hospital.
En realidad, desde que en abril de 2006 falleció Luz, su mujer de seis décadas, la muerte le acechaba. Él mismo confesó que perderla fue el golpe más cruel, que sólo sobrellevó escribiendo. Este último año había entrado y salido tantas veces del hospital con variedad de complicaciones que verlo salir la semana pasada fue una alegría traicionera: Benedetti murió el pasado domingo 17 de mayo y aquí quedamos llorándole, como quien pierde a un padre o al mejor amigo.
A finales de octubre de 2005 tuve el privilegio de conocerlo, gracias a mi entrañable Claribel Alegría, quien me ayudó en una época cuando él ya no recibía a nadie y concedía pocas entrevistas, pues Luz estaba recién internada, víctima del Alzheimer. Una semana antes del encuentro debía telefonearle para confirmar la visita. Cuando le llamé el teléfono estaba dañado y cortó la llamada dos veces, hasta que corrí desesperado dos cuadras hasta encontrar otro, también descompuesto. Y tres más en la siguiente avenida. Uno supone que las Leyes de Murphy son graciosas hasta que se sufre en carne propia estas coincidencias terribles. Así que sólo logré hablar con él hasta el día siguiente, rogando que Benedetti no reconociera la voz que le había cortado tres veces la tarde anterior y presentándome como el joven nicaragüense que quería conocerlo y que cruzaría la frontera de Brasil con Uruguay únicamente para eso. Benedetti aceptó de lo más tranquilo y antes de colgar preguntó con tono cándido si ya había reparado el teléfono, y le escuché sonreír. Esta es la imagen que siempre he tenido de él: a pesar del exilio y las tragedias, aún en medio de su personalidad nostálgica, Benedetti gozaba de un humor saludable, muy reflejado en su obra, por cierto.
Hay encuentros y momentos que moldean la vida de uno, mi encuentro con Mario es uno de ellos. Cuando el ascensor se detuvo en su piso, la ventana redonda de éste dejó ver la figura de un abuelo que nos invitó a pasar. Sus ochenta y cinco años eran notables en su cuerpo, pero la tristeza mayor en sus ojos era la situación de Luz. Las preguntas que llevaba preparadas no fueron necesarias, desde que nos sentamos fue una plática amena, con comentarios, anécdotas y consejos. Mario no era de hablar profuso ni sonoro, pero sin hablar tanto irradiaba una sabiduría que jamás tuvo una gota de arrogancia ni desdén, en cambio, era llena de tranquilidad y humildad. Como su literatura, Mario era transparente. Me preguntó por Nicaragua, especialmente por su juventud, habló de sus viajes a nuestro país, de cómo quería tanto a muchos nicaragüenses, especialmente a Claribel. En medio de la plática le pregunté si con tantos libros y premios sentía que faltara algo en su vida, quizás la pregunta más tonta que he hecho en mi vida: Benedetti respondió que cambiaría todo por tener sana a Luz en casa, porque no hay literatura sin amor ni alegría y su mujer lo era todo, no por nada se llamaba Luz López Alegre.
Creo que su poesía eclipsó su obra en prosa, para mí una de las mejores en Latinoamérica. Sus cuentos trascienden la forma estética y están llenos de “eso” que nos hace reír, llorar, reflexionar. Su mayor logro como creador reside precisamente en que después de leerlo hemos cambiado para bien, somos mejores humanos. Fue conmovedor su especial afecto por los jóvenes, quienes una y otra vez abarrotaban sus lecturas y presentaciones. A ellos les dedicó un libro, “Memoria y esperanza: un mensaje a los jóvenes” (2004), del cual me regaló una copia. Ahí reitera la necesidad de combatir el conformismo y de preservar la rebeldía, el idealismo y la vitalidad. Escribe:
«La juventud aguarda un gesto, una rendija de esperanza. (…) Los prójimos de todas las edades deberían comprender que en la salvación de la juventud reside el secreto de su propia salvación. Hombres y mujeres, adultos y hasta viejos, sintámonos jóvenes por un instante y medio. Quizás así percibamos que la juventud no es un enigma, sino un apreciable azar que a todos nos ilustra y nos descubre.»
Benedetti, cantor eterno de la vida y juventud, e inspirador de incontables aventuras. Fue así que conocerlo para mi cumpleaños veintiuno fue la culminación de una serie de coincidencias inolvidables que me llevaron por unos días de Caxias do Sul en Brasil a su apartamento en Montevideo, y que ahora con Mario ausente físicamente atesoro con especial cariño. Como todos los que llenaron el ciberespacio con su poesía, quisiera hacerlo con un cuento presente en “Despistes y franquezas” (1989). Gracias, Mario, por todo lo bueno que has hecho nacer en nosotros. Aquí siempre estarás.
El hombre que aprendió a ladrar
Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre tenas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano”.
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