Historia de mis zapatos azules
Fue atracción a primera vista: sus curvas fueron el preámbulo al toque palpitante de mi mano enamorada. Los conocí ya adolescentes, y me confiaron, con sinceridad zapatesca, que estaban azules de alegría. ¿Y cómo dudar, si en el primer encuentro cualquier trozo de ellos tenía mayor intensidad que todo el cielo?
Resistieron varios años el ajetreo diario, las lluvias y el lodo, los juegos de pelota, las caminatas cada vez más infrecuentes. Supieron de la frugalidad y el exceso, y hoy agonizan, recordando sus días de infancia, cuando aún eran materia prima allá en el Sur, antes de ser llevados arriba, al Norte, de donde regresaron a casa transformados y con precio, inflado, sólo porque tenían etiqueta en otro idioma que ellos nunca comprendieron.
Y llegaron a mí. O yo a ellos, si hay justicia en la historia de los zapatos.
Azules sus ojos testigos de lo hecho y deshecho, blancos sus cintos de lealtad, mi par de amigos que se hicieron a mis desvelos y madrugadas: ellos, el mejor sistema de viaje después del Metro, óptimo método de defensa personal (si fallás una vez, siempre tendrás otra), rescatadores de noches sin almohadas, inigualable surtidor de historias peculiares, ese par de amigos de bocas insobornables.
Pálidas sus pieles y abiertas sus consumidas suelas, hoy nubla su alegre pasado el gris de los años. No pudieron con la Peña del Bernal y en estos últimos momentos, siento en mí el más grande respeto y nostalgia por estos acompañantes anónimos, quienes pronto partirán al insalvable destino que humanos y zapatos tenemos en común: la soberana marcha del último recorrido.
Querétero, Sept. 01, 2009.
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