Las minas que Obama no quiere tocar
(Otra bofetada en la cara)
Muchas personas están contrariadas por el hecho de que Obama volase a Oslo para recibir el Premio Nobel de la Paz justo después de intensificar la guerra en Afganistán, además de duplicar en ese país el número de soldados que había cuando George W. Bush dejó el cargo.
El presidente no perdió la ironía y en su discurso de aceptación del Nobel trató de enfocarse en eso. “Soy responsable del despliegue de miles de jóvenes estadounidenses para batallar en una tierra distante”, dijo. “Algunos matarán. Otros morirán. Y así vengo aquí con un agudo sentido del coste del conflicto armado, lleno de interrogantes espinosas sobre la relación entre la guerra y la paz y de nuestros esfuerzos de cambiar una por la otra.”
Es cierto que hay un abismo entre la retórica y la realidad, pero siempre hay algo torcido sobre el Premio Nobel de la Paz, en buena parte debido a que se da en nombre del inventor de la dinamita, una de las armas más poderosas y destructivas del arsenal humano. Se rumoró que después de que Alfred Nobel trajera su versión de Frankenstein al mundo, la culpa le atormentaba; se dijo que su vergüenza agrandó cuando un periódico francés publicó prematuramente su obituario con el titular, “El mercader de la muerte ha muerto”. El articulo lo vilipendiaba como un hombre “que se enriqueció encontrando formas de matar a mayor cantidad de personas más rápido que antes”.
Todavía más, hasta el final de sus días se involucró con una mujer llamada Bertha von Suttner, quien fugazmente fue su secretaria. Muchos creen que Nobel se conmovió por un poderoso libro antiguerra que ella había escrito, titulado “¡Abajo las armas!”. Sea cuales fuesen sus razones, cuando su testamento creó los Premios Nobel, él específicamente incluyó entre ellos uno para la paz. Von Suttner fue una de sus primeros galardonados.
Después de la muerte de Nobel, los eventos se pusieron lúgubres, como si intentaran burlarse todavía más de él. La carrera armamentista reventó más fuerte de lo que jamás pudo haber imaginado. Desde el binomio de la ciencia y lo militar llegaron todavía armas de destrucción más ingeniosas que arrancarían vidas de formas más horrorosas. Una de las más insidiosas fue la mina antipersonal, ese dispositivo pequeño y explosivo lleno de metralla que quema o ciega, mutila y asesina. Activadas por el contacto de un pie, cualquier movimiento, o incluso el sonido, cada día es más frecuente que las víctimas sean inocentes, del 75 al 80 por ciento, de hecho.
Como armas, diferentes variantes de las minas antipersonas han estado presentes desde tiempos tan remotos como el siglo XIII, pero no es fue hasta la Primera Guerra Mundial qcuando la tecnología estaba casi perfeccionada, si eso puede decirse de armas que destrozan o mutilan el cuerpo humano, y su uso fue más abundante. EE.UU. no usa minas antipersonas desde la Primera Guerra del Golfo en 1991, pero todavía posee unos 10 ó 15 millones de ellas, convirtiéndose en el tercer almacén de éstas en el mundo, detrás de China y Rusia.
Al igual que estos dos países, hemos rechazado firmar un tratado internacional que prohíbe la fabricación, almacenamiento y uso de las minas antipersonas. Desde 1987, 156 naciones lo han firmado, incluidos todos los países de la OTAN. Entre esos 156 países, más de 40 millones de minas se han destruido. Días antes a que Obama volara a Oslo a dar su discurso del Premio Nobel de la Paz, se organizó una cumbre internacional en Cartagena, Colombia, para revisar el progreso del tratado. EE.UU. envió a sus representantes y el Departamento de Estado afirmó que nuestro gobierno ha iniciado una revisión comprensiva de su política actual.
El año pasado 5.000 personas resultaron asesinadas o heridas por minas antipersonas, con frecuencia enterradas muchos años atrás, durante guerras que acabaron hace tiempo. Matan o despedazan a un granjero o a un niño tan indiscriminadamente como a un soldado. Pero todavía nos negamos a firmar, citando compromisos de seguridad con nuestros amigos y aliados, como Corea del Sur, donde un millón de minas pueblan la zona desmilitarizada entre ésta y Norcorea.
Hace doce años, cuando el tratado se puso sobre la mesa por primera vez, el Premio Nobel de la Paz se entregó ex aqueo a la Campaña Internacional contra las Minas Antipersonas y Jody Williams, una activista de Vermont que considera que al organizarse en un movimiento las personas ordinarias adquieren importancia. Lo demostró a pesar del rechazo terco del gobierno de su propio país a hacer lo correcto.
La semana pasada, Jody Williams condenó el rechazo persistente de EE.UU. de firmar el tratado, como “una bofetada en la cara de los sobrevivientes de las minas antipersonas, sus familias y comunidades afectadas en todo el mundo”.
El Comité del Nobel señaló que, en parte, entregó el Premio Nobel de la Paz al Presidente Obama por su respeto al derecho internacional y por sus esfuerzos en el desarme. Y en dos ocasiones en su discurso del Nobel, Obama mencionó que en la guerra, habitualmente, mueren más civiles que soldados.
Después dijo esto: “Creo que todas las naciones, tanto fuertes como débiles, deben adherirse a los estándares que gobiernan el uso de la fuerza. Yo, como cualquier cabeza de Estado, me reservo el uso de actuar unilateralmente si es necesario para defender a mi nación. No obstante, estoy convencido de que cumplir con los estándares fortalece a quienes lo hacen y aísla –y debilita – a quienes no”. Y el gobierno que lidera sigue sin firmar el tratado contra las minas antipersonas.
¡Qué tal!
Bill Moyers es editor en jefe y Michael Winship escritor del programa semanal Bill Moyers Journal, que se presenta los viernes por la noche en PBS.
Traducido del inglés para Rebelión y Tlaxcala por Ulises Juárez Polanco. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al traductor y la fuente.
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