La realidad como inspiración y la cultura entre letrinas
(San Jacinto, Rubén Darío, Himno Nacional, O’Higgins…)
Recuerdo mi infancia donde creí que el San Nicolás de la barba blanca y cachetes rosados tenía su fábrica de juguetes en el Polo Norte, con su señora esposa, sus pequeños ayudantes, la pandilla de renos y aquel trineo mágico que muchos quisiéramos tener, sobretodo con los actuales precios del petróleo. Siempre fui creyente de los cuentos infantiles, quizá porque los cuentos que leemos y escuchamos de niños son en esencia eso, magia y fantasía.
Si el lector de esta columna nació en Nicaragua, sabrá que dejar la infancia no representa el final de estos cuentos fantásticos. Ellos nos siguen y, bajo la vigilancia de una fuerza portentosa, nosotros vivimos en ellos. Están en todas partes y en todo momento. Señalaba esto hace unos días en un encuentro entre escritores jóvenes con Sergio Ramírez: ¿para qué buscar la inspiración en laberínticos temas, si a la vuelta de la esquina tenemos a diario decenas de casos en que situaciones de la vida real, con un poco de sudor creativo, pueden confeccionarse en cuentos asombrosos?
En el sonado caso del robo de los cinco revólveres Colt, fabricados en 1856 y utilizados durante la guerra nacional contra William Walker, tenemos un primer ejemplo. La Policía se había declarado “sin pistas” de cómo encontrar las armas, y éstas con seguridad nunca se hubieran recuperado de no ser porque los ladrones, que desconocían el valor histórico incalculable de los revólveres, decidieron asaltar –según entiendo- a un señor de San Benito, quien al poner la denuncia del robo hizo saber a la Policía del arma extraña con que le robaron: no todos los días asaltan a uno con una Colt modelo New Model Pocket, que sólo en películas de vaqueros hemos visto. Con ese asalto al señor de San Benito, la Policía logró encontrar a los responsables del robo de las armas históricas. Nota curiosa es que el quinto revólver no se encontró inicialmente, sino después de que Enacal succionara los desechos de un excusado en una vivienda del lugar, donde había sido arrojada el arma para que no la encontrasen. Hablando de dónde está la cultura nacional en nuestro país…
Saltemos a otro caso. ¿Y la desaparición mágica (en mayo) del acta de bautismo del paisano inevitable (registrado el 3 de marzo de 1867)? El documento, patrimonio y tesoro nacional, se encontraba resguardado en el Archivo Diocesano de León, donde con facilidad cualquier mortal que quisiese podía verlo y tocarlo con libertad. Dice Julio Valle que ya se le había recomendado a la señora a cargo que sacaran una fotocopia y el original lo guardasen en una caja fuerte. Pero “no era necesario”… hasta que de pronto, se esfumó. Señores: ¡en ninguna parte del mundo un documento de tanto valor histórico es expuesto tan irresponsablemente como en Nicaragua! Después se dijo que estaba guardado detrás de tres puertas con candado, aunque quizás los responsables fueron asesorados por el mago Houdini o por el fantasma Gasparín, pues según los reportes periodísticos y la investigación policial, no hubo violencia en el robo ni ninguna puerta o candado fue forzado.
Por cierto, cuando se dio el robo del acta de bautismo de Darío, recordamos que también otro documento histórico está desaparecido desde el 2005: el original del Himno Nacional escrito por Salomón Ibarra Mayorga, que para remate de cualquier cuento mágico, se encontraba “protegido” nada más y nada menos que en el Palacio de la Cultura, en Managua. Y al igual que el documento de Darío, con el original del Himno no se tienen pistas ni sospechosos.
¿Hay apetito para un ejemplo más? Perfecto, continuemos.
El 16 de junio se daba a conocer la noticia de la captura in fraganti de tres hombres que llevaban a tuto a otro sujeto: al prócer chileno Bernardo O’Higgins… es decir, su busto. Capturados iniciando la madrugada, era difícil que los sujetos no llamaran la atención de la patrulla, en especial, cuando la estatua de cobre mide 1.10 metros de altura. ¿Se imaginan ustedes observar esta escena? Una vez observé a las 2 de la madrugada un payaso caminando a mitad de la Jean Paul Genie (imagino, regresando a su casa) y en otra, a la medianoche, un caballo blanco sobre una Avenida de Naciones Unidas desolada, pero, siendo justos, los sujetos del prócer chileno se la llevarían de jonrón.
El cuento no termina ahí, porque de no ser frustrado el robo, la imagen del gran libertador O’Higgins, quien dirigió las tropas de su país en su lucha por la emancipación del dominio español, y se convirtió en el primer jefe del Estado de aquel país ejemplar, iría a terminar siendo fundida para vender su material, junto a las tapas de los manjoles que también desaparecen en las horas en que los managuas duermen, y la Otra Managua, la extremadamente pobre, empieza a pulular a lo largo de la Carretera a Masaya y en los alrededores de los centros nocturnos y gasolineras. Para el final de ese cuento-por-hacer, una observación: de nada le valió a don Bernardo la leyenda que tenía su monumento, Vivir con honor o morir con gloria, si en este país pobre, la cultura tiene tendencia a ser confundida por los poderosos con manjoles pútridos, o como con aquel revólver Colt, la esconden entre la mierda que les rodea. Decía un artista francés, Jean Dubuffet, que cuando los gobiernos se encargan de proteger al arte, es el fin de todo. Y al ver estos ejemplos en Nicaragua, duele darle la razón.
Estos son algunos ejemplos de cómo uno sólo necesita la observación aguda para atrapar estas historias asombrosas. Hay muchísimos más, sin duda. ¿No será por esto que Nicaragua es tierra de poetas?
Preciso aclarar algo importante: duele que estos ejemplos sean realidad, pero si el arte y la literatura tienen algún poder para cambiar al mundo, sería como expresó el Nóbel portugués: “no creo que la literatura cambie por sí sola al mundo. La literatura es en definitiva, una mano que levanta la piedra y nos enseña que hay debajo de ella.” Es verdad, José Saramago, porque, ¿qué es el arte sino una manera crítica de verse a sí mismo y al mundo que nos rodea? El reto de cambiar al mundo no compete al escritor, sino al ciudadano, es decir, a todos nosotros, una vez que el escritor y el artista han levantado la piedra.
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