Concilio Vaticano II, Wojtyla y Ratzinger

(Publicado en Artículos el 21 de abril, 2005)

Cuando mi generación nació, allá alrededor del final de los setentas e inicios de los ochentas, el Papa ya existía. Mientras crecíamos, el Papa era para nosotros como uno de los personajes de una historieta de la Marvel Comics: musculoso, ágil, inteligente, orador impactante, simpático, perfecto y… eterno. Siempre había habido Papa, nos dijeron los jesuitas, y nosotros entendíamos: Juan Pablo II es simplemente inmortal. Aunque los recuerdos para su primera visita son remotos para mis contemporáneos, no lo son los de su segunda visita, posteriores años y reciente fallecimiento, menos ahora que los medios de comunicación le dedicaran extensos e interesantes documentales.

Karol Wojtyla fue, para muchos, el Papa de mayor carisma y poder mediático que ha tenido el Vaticano en toda su historia. Su reinado como Juan Pablo II hechizó a millones en todo el globo. A dos semanas de su defunción, una sombra divina parece cobijar su nombre: Juan Pablo II, El Grande, va camino a la santidad, tanto así que los Cardenales presentes en el Cónclave 2005 firmaron un documento comprometiéndose que el elegido como nuevo Pontifex Maximus agilizaría su canonización.

Juan Pablo IILa otra cara de Wojtyla, esa que no aparece en los documentales post mórten, es menos agradable. Hans Küng, uno de los teólogos católicos más sobresalientes, afirma que el Papado antirreformista de Juan Pablo II sumió a la Iglesia católica en un conflicto de credibilidad histórica. Agrega el suizo que Wojtyla fue “un Papa con muchas cualidades, [pero] que ha tomado muchas decisiones erróneas”. En este punto coinciden con él un gran número de analistas, señalando contradicciones visibles en temas como derechos humanos, tanto a lo interno de la Iglesia (obispos, teólogos y mujeres), como a lo externo (no firma de la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa); el papel de las mujeres; moral sexual y control de la natalidad; celibato de los sacerdotes; políticas de personal; clericalismo; su petición de perdón por pecados del pasado; por mencionar algunos.

Sin embargo, la crítica más fuerte es su actitud después del Concilio Vaticano II (CVII, 1962-1965) que, representando un puente de renovación, evolución, hermanamiento ecuménico y apertura al siglo veintiuno, fue abandonado en el tintero por la llamada “política interior” de Juan Pablo II, encerrada en retrotraer la situación anterior al Concilio, obstruir las reformas, negar el diálogo dentro de la Iglesia y establecer el dominio absoluto de Roma.

El CVII se engavetó debido a esta romanización de la Iglesia, que mostró sus visibles síntomas de inflexibilidad doctrinaria y le dio la espalda a las propuestas revolucionarias del Concilio, convertido en el supuesto símbolo de la apertura eclesiástica al mundo contemporáneo, a pesar que el propio Wojtyla fue partícipe de éste. Como resultado, la Iglesia católica dilapidó gran parte de esa credibilidad de la que gozó durante el papado de Juan XXIII y durante/tras el Concilio.

Tras la muerte de Juan Pablo II, no cabe duda que Europa sigue siendo el centro de los Cardenales. La expectativa por un Papa latinoamericano o africano no pasó a más. Este interesante proceso electoral que los de mi generación vivimos y seguimos por primera vez, contrasta con esa figura de héroe de historieta: nunca el carácter terrenal y humano de un Papa había estado tan manifiesto para los de mi generación. Por ejemplo, se logra entender el procedimiento casi no-democrático de la elección del Pontifex Maximus (115 electores en representación de millones de católicos).

Lo que no se entiende (por los de mi generación ni por un amplio sector de las generaciones mayores), es que en vez de evolucionar, el Cónclave ha elegido, en una de las elecciones más rápidas desde el comienzo del siglo pasado, a Joseph Ratzinger (ahora Benedicto XVI), mano derecha de Wojtyla, pero uno de los ideólogos más reaccionarios tras el CVII. No se trata únicamente de su semblante seco y grave y poco bonachón, sino de las manchas en su currículo que no se pueden ocultar: miembro de las juventudes hitleristas y del ejército nazi en sus años mozos (forzadamente, según aclaró tardíamente) y segundo, aunque en su momento apoyó los deseos abrir la Iglesia, al igual que Wojtyla, después giró en 180°, siendo señalado de “decapitar primero y domesticar después” la Teología de la Liberación, así como de imponer una rigidez total de la Iglesia e instaurar el miedo a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que dirigió hasta el día de su elección. Esta Congregación es reconocida como el organismo del Vaticano heredero del Tribunal de la Santa Inquisición y hasta en su propio, Alemania, fue acusado de inquisitorio. Pero Ratzinger es el nuevo Papa.

Benedicto XVIEn las horas antes de la elección de Ratzinger, las reflexiones giraban alrededor de que el próximo Papa debía inclinarse por un cambio de rumbo e inspirar a la Iglesia a recorrer nuevos caminos, como las pautas desarrolladas (y engavetadas) en el CVII. Pero Ratzinger representa lo contrario (cito algunas críticas): reprobación en los temas de celibato de los curas, papel de los laicos, praxis penitencial, comunión para los divorciados, preservativo contra el sida o fecundación artificial, llegando – desafortunadamente – a aseverar que la Iglesia católica es la única que realmente posee la verdad y la fe y, que fuera de ella, no existe salvación, defendiendo así, contra viento y marea, la tesis del romanocentrismo. Como consecuencia, dejó en evidencia una intolerancia a otras religiones, contrario al magnífico ejemplo dado por Juan Pablo II.

¿Conviene todo lo anterior a la Iglesia del siglo XXI? Un reporte de la BBC cree que, como pontífice, Benedicto XVI le dará al Vaticano una voz clara pero al mismo tiempo radical. Personalmente comparto la tesis de un amigo generacional (quien como muchos de nosotros, ya no ve al Papa como el Superman-Wojtyla), cuando me comparte que Ratzinger, “el que muchos menos queríamos”, representa una barrera a lo que el mundo está pidiendo desde hace décadas.

En palabras más sencillas, la Iglesia enfrenta nuevos contextos y nuevos problemas, por lo que se requiere de nuevas mentalidades, y alguien tan conservador como Ratzinger no estará a la velocidad de los cambios. Contrario a los rumores oficiales, Benedicto XVI no es una continuidad de la política de Juan Pablo II, sino un retroceso más marcado a la política vaticana pre-Juan XXIII.

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© Ulises Juárez Polanco v4 | JP, MD, y UJP | 2,651,494 visitas desde 21/09/2011
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